En el marco del IV Encuentro de Editoriales Independientes y Universitarias que se llevó a cabo en la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario (UNR) se hizo entrega del Doctorado Honoris Causa a Nelly Richard, destacada ensayista, crítica cultural y figura clave del pensamiento latinoamericano.

En la ceremonia estuvieron presentes el Decano de la institución, profesor Alejandro Vila, el rector de la UNR, Licenciado Franco Bartolacci y el vicerrector odontólogo Darío Macias, entre otras autoridades.
El Decano de la facultad consideró “un honor” entregar la máxima distinción de la universidad a la académica franco-chilena y lo calificó como un “ritual de tipo colectivo que fue votado por unanimidad y aprobado por el Consejo Superior”.
“Nelly Richard es para todos nosotros una personalidad que admiramos, pero que seguramente si nos parecemos un poco a ella, vamos a construir entre todos una mejor comunidad, una mejor facultad, una mejor universidad pública” y como ritual de celebración en este caso lo es para “celebrar las trayectorias y los méritos y por eso en esta oportunidad lo hacemos con Neliy Richard”.
“Decirle además que Nelly Richard es sobre todo lo que en algún momento se denominaba un intelectual, no solamente por su producción académica, la investigación y la formulación de pensamiento crítico, sino también porque un intelectual, además de las ideas, pone el cuerpo y la acción. Nelly Richard ha tomado la palabra en muchísimas ocasiones, ha intervenido en la esfera pública y ese tomar la palabra muchas veces lo ha modulado de diferentes maneras, pero siempre ha sido con un grito por más igualdad, por más libertad, por más universidad pública, por más derechos”, señaló Vila.

“Decirle también que para nosotros es una alegría enorme porque ella siempre ha estado cerca nuestro. Sus textos han circulado por diferentes espacios, por diferentes cátedras, por distintas disciplinas, por centros de estudios. Son múltiples los campos donde Nelly Richard ha intervenido tomando la palabra, la voz, la palabra escrita, tanto en el arte como en la cultura, en el campo, en el género y las diversidades, en la memoria y en los derechos humanos. Por eso Nelly Richard siempre estuvo entre nosotros”.
A continuación el rector de la Universidad Nacional de Rosario, licenciado Franco Bartolachi expresó: “Es un necesario y justo reconocimiento de la Universidad Nacional de Rosario a tan impresionante y comprometida trayectoria que es lo que ponderamos y valoramos hoy”.
“Nuestra comunidad está agradecida de que nos conceda el privilegio de incorporarla formalmente al cuerpo de profesores y profesoras de la UNR y este reconocimiento es una reivindicación del compromiso con lo público, lo común, lo colectivo en momentos de exaltación de lo superfluo y la individualidad. Es una reivindicación del ejercicio de pensar y poder hacerlo desde la complejidad en tiempos de simplificaciones y afirmaciones, la mayoría de las veces ramplonas y es una reivindicación también de la palabra comprometida”.
Luego de dar lectura a la resolución número 243/2025, según la cual la Comisión de Asuntos Académicos avaló la solicitud del señor rector de la Universidad Nacional de Rosario para que se le otorgue el título de doctora honoris causa de la UNR a la doctora Nelly Richard. Atento a lo dispuesto por el artículo 14, inciso I, del Estatuto de la UNR y a la ordenanza número 478, el Consejo Superior de la Universidad Nacional de Rosario; Richard juró respetar y hacer respetar en cuanto dependa el Estatuto de la UNR y colaborar con sus esfuerzos en la defensa de los principios y en el logro de sus fines.
Acto seguido se le entregó el diploma y la medalla que acreditan el título otorgado.
Conferencia de Nelly Richard: “Saberes de la precariedad y memoria crítica”
“El papel de los libros, entendiendo por papel la doble excepción, ¿no?, de la materialidad del soporte impreso y también el rol y la función de los libros en la memoria crítica. A todas, a todos nos ha pasado que reordenando nuestras bibliotecas nos encontramos con libros ya leídos, cuya presencia material, algo desgastada en sus tapas y páginas, trae consigo la reminiscencia de lecturas sedimentadas en el tiempo que forman parte de nuestras historias biográficas e intelectuales. Son libros que llevan las huellas de sucesivas revisiones cuya filigrana activa una memorialidad del por qué nos importaron tanto cuando entramos en contacto con ellos por primera vez. A mí me sucedió hace poco al reencontrarme físicamente con el libro de Franco Rella, cuyo título El silencio y las palabras, el pensamiento en tiempos de crisis me va a servir de cita memoriosa para orientar esta pequeña intervención en torno a las aventuras y desventuras de la crítica.
El título del libro de Rella alude al trabajo con las palabras que traspasaron el umbral de aquel silencio que nos hace callar frente al misterio de lo indecible o bien sobre todo frente a la magnitud de una catástrofe epocal. La palabra en cuestión son palabras necesariamente afectadas. Una palabra que intenta darle sentido a lo que suele llamarse crisis en tanto quiebre o trastorno que sacude el funcionamiento normado de un sistema, desestabilizando la razón, el cuerpo, la lengua, el conocimiento.
Al reencontrarme con el libro de Rella, tanto la composición verbal del título, El silencio y las palabras, El pensamiento en tiempo de crisis, como su reflexión filosófica y literaria sobre las deflagraciones de la historia, me hicieron tomar conciencia de que son tanto los extravíos de nuestra actualidad salvaje que cuesta demasiado salir del enmudecimiento para encontrar las palabras justas, justeza, justicia en un mundo tan despiadado como aquel que nos agrede diariamente.
Al releer aquel libro sacado de mi biblioteca, no pude sino medir lo que nos separa inevitablemente del tiempo en que el ensayo crítico de Franco Relan nos conmovía por su búsqueda poética de una interpretación posible de de una historia hecha trizas, una historia que, sin embargo, no había dejado de confiar en el saber crítico como instrumento guiado por la obstinación del pese a todo. Hoy las ranuras críticas parecen haberse obturadas por la desmesura global de los métodos de vulneración y ataques que nos dejan sin aliento para modular algo que imprima sentido.
En medio de la destemplada actualidad nuestra, una actualidad hecha de rugidos y vociferaciones, cuya furia exterminadora tiende a replegarnos en el silencio como única protección contra lo inhóspito del mundo que nos agrede, que nos acosa.
El título del libro nos lleva a preguntarnos cuáles podrían ser la inflexión y la tonalidad de las palabras con que la crítica debería oponerse a la barbarie. Pero no podemos formular esta pregunta sin constatar espantados como la barbarie anarcocapitalista ha despojado incluso a la palabra crisis de todo rasgo de dramaticidad y esto debido a una performatividad exorbitada que resetea cotidianamente la crisis o el shock con una utilería neofascista destinada a espectacularizar masivamente lo abyecto que insulta, degrada y humilla.
Decía Ricardo Piglia, “El recuerdo de los libros está acompañado de la situación en que fueron leídos. Compré en la librería Gandhi de Buenos Aires el libro de Rella cuando salió en su primera versión editada por Paidos en 1992 con su tapa negra y morada acompañada por mi querido amigo Nicolás Casuyo, que era muy próximo a este autor, tal como consta en las reflexiones tan afines que les destinó la revista Confine.
El libro de Rella, lo sabemos, revisa las obras de Nietzsche, de Weininger, de Wingenstein, de Rilke, de Freud, de Heidegger, de Proust y de Benjamin que se sitúan en las fronteras de la modernidad tardía. Las elige por ser obras que no ceden apocalípticamente a la fascinación del silencio, sino que intentan ni se dejan tentar por la simple representación luctuosa de la crisis, sino que intenta individuar la génesis de un saber crítico que no ponga en condiciones de afrontar la contradicción extrema de nuestra época.
Así lo imaginaba Rella. ¿Cómo asumir hoy la vigencia de este desafío cuando no solo los mecanismos de la democracia política, sino las formas de vida mercantilizadas del neoliberalismo son víctimas de tanto vaciamientos instrumentales y degradaciones de sentido. Franco Rella nos dice en su apostilla que el libro se escribe en 1980 en el senit de un periodo histórico, los llamados años de plomo del terrorismo en Italia para responder a lo que predominaba históricamente como sentido de luto y de pérdida. Yo leí ese libro cuando se inauguró en Chile la transición democrática que le puso fin a los 17 años de dictadura de Augusto Pinochet. Durante ese largo periodo de oscuridad y tormentos debimos aprender a trabajar con las ruinas después de que el golpe de estado de 1973 hubiese pulverizado los ejes de referencia y pertenencia a la colectividad de un nosotros identificada con la revolución socialista de la Unidad Popular liderada por Salvador Ayende.

La pregunta que nos inquietaba en dictadura era, ¿qué hacer en medio del descampado atendiendo la necesidad de salvar la palabra y la imagen de la hecatombe? Tuvimos que aprender a convertir lo acontecido, el golpe dictatorial, en motivo de desciframiento y reconfiguración de la relación entre, por un lado, la experiencia del pasado a denunciar y por otro la armadura de un recuerdo vivo que sin dejar de serle fiel a la pérdida, supiese transfigurar sus huellas en una pluralidad de constelaciones de la memoria. Pese a una circunstancia histórica tan funesta como la dictadura militar, logramos, a modo de sobrevivencia creativa modelar significantes artísticos que le dieran una materialidad expresiva a fragmentos de las narrativas cortadas que alcanzamos a salvar de aquel paisaje de cadáveres, destrozos y mutilaciones y haber sido partícipe de la aventura colectiva que llevó la Neovanguardia chilena de los 80 reconceptualizar el vínculo entre estética y política desde las fracturas de la representación, es decir, desde el rompimiento de la unicidad y desde la multiplicidad descentrada de sus cortes, me sirvió para establecer una relación selectiva de proximidad crítica con aquel libro de Rella que transita por el quiebre de las totalidades y el salvataje de lo que se puede recuperar de ellas a modo delegado y a la vez de promesa.
La transición en Chile selló el pacto entre redemocratización y neoliberalismo, haciendo que el consenso y el mercado se aliaran entre sí bajo el doble ofrecimiento de que la diversidad cultural y la integración vía al consumo a la modernización capitalista funcionaran como simulacros de bienestar.
¿Quiénes nos desenvolvimos en el campo del arte y la crítica cultural? Partimos disputando desde los 90 el significado de las palabras al no dejar de llamarle postdictadura a lo que el oficialismo político y discursivo de los gobiernos concertacionistas llamaba cómodamente transición. Nos parecía que la palabra transición operaba como el artefacto político institucional, cuya función, en nombre de la gobernabilidad era la de instalar un verosímil de ajustes y reconversiones entre el neoliberalismo de los Chicago Boys de la dictadura de Pinochet y la política económica de corte empresarial que acompañó la democracia de los acuerdos. Era una palabra cuyo éxito dependía de que suprimiera del léxico transitológico de los saberes profesionales, la memoria convulsa de un pasado en litigio, no reconciliado, más bien irreconciliable. El vocablo postdictadura pretendía retener las adyacencias traumáticas de la historia siniestra, que el optimismo sociocomunicativo de la transición chilena buscaba disolver con eficiencia gracias a la neutralidad técnica de la lengua remunerada de los expertos.
El ensayo de Franco Rella resonaba en la búsqueda refractaria de vocabularios sensibles a la experiencia del desastre de la violencia dictatorial y a su memoria atormentada, una memoria cuyo duelo inconcluso se negaba a dejarse operativizar por las nuevas técnicas de disciplinamiento político social que aspiraban a moderar una ciudadanía resignada.
Para Rella, la lengua del pensamiento en tiempo de crisis es la del ensayo, un género limítrofe que él llamaba de los confines, de los umbrales, la frontera, la travesía, que rechaza la pretensión objetivante de volverse conocimiento demostrable y verificable, que celebra la pluralidad contradictoria de imágenes disociadas de síntesis unificadora.
Mis sucesivas lecturas de Franco Rella profundizaron mi complicidad teóricoliteraria con lo que el autor llama un saber de la precariedad, un saber entrecortado, sin pretensión científica de dominar un sistema entero. Un saber que busca fragmentariamente descomponer y recomponer significados inestables, un saber oscilante que fija su atención en aquellas partículas sueltas, vagabundas y a veces inconexas que desvían la mirada central hacia el tumulto de los márgenes.
Un saber que mediante cortes y montajes convierte lo discontinuo en la oportunidad de salirse de la representación finalizada de un todo. El saber de la precariedad con el que me vinculé a lo largo de mi trabajo ensayístico, se transmutó de registro según la variedad de los contextos para oponerse de distintas maneras al manejo del conocimiento seguro, cuyas reglas explicativas se llevan mal con el suspenso, la ambigüedad, la incertidumbre, las paradojas del sentido.
Cuando las tecnologías de reproducción de la universidad globalizada impusieron el estándar de su productivismo académico volcado hacia la relación instrumental entre conocimiento aplicado y mercado de las profesiones, distintas modalidades de la crítica filosófica, estética se negaron a entrar en la competencia utilitaria de su industria del conocimiento.
Más allá de las fronteras de especialización académica, el saber de la precariedad que me convocó a lo largo de esos años era aquel surgido de paisajes irregulares, un saber transfuga al que le gusta incursionar en las zonas de riesgo de prácticas de intramuros, tales como los colectivos artísticos, el el editorialismo cultural independiente, las movilizaciones feministas y las gestualidades disidentes que se rebelan contra las normatividades impuestas.
El saber de la precariedad fue entonces un saber itinerante, cuya movilidad de recursos oblicuos nace del trasladarse de orillas entre corpus residuales o emergentes, unos corpus desprotegidos que trazan líneas de fuga para escapar de las reglas técnicas que solo premian la solvencia del conocimiento indexable.
Más recientemente, una cierta ética feminista, la de Judit Butler, nos llevó a atender las condiciones de vulnerabilidad que condenan ciertas existencias cotidianas a la desvalorización social, al menosprecio, al rebajamiento de sus derechos de existencia, al ser consideradas vidas que sobran, es decir, excedente y desechos de un hipercapitalismo dedicado a convertirlo todo a su régimen uniforme de equivalencia cambiaria.

El saber de la precariedad solidario de aquellas existencias vulneradas y de aquellos cuerpos despreciados, consiste no sólo en denunciar la desigualdad estructural del sistema que les agrega o quita valor a las vidas humanas, según cumplen o no con los índices de ganancia y rentabilidad capitalistas que las encadenan al mercado a través del crédito, la deuda y la hipoteca.
El saber de la precariedad es un saber feminista que apela a la capacidad sensible de revalorizar o desvalorizado por el régimen abstracto de indiferenciación de las diferencias. Por suerte, en contra del régimen neutralizador de la serialización que uniforma, ciertas poéticas del lenguaje protestan con agudeza para darle rango de acontecimiento simbólico expresivo a cada pliegue y curvatura de lo nombrado, realzando así las vibraciones intensivas de lo menor de lo desjerarquizado. La misma Judit Butler tiende a cifrar en las humanidades la filosofía, el arte, la teoría crítica, la potencia del pensamiento y de la escritura que le da fuerza y estilo a lo que desalínea el orden de las nominaciones y sus poderes de representación hegemónica. No nos queda sino preguntarnos si aún es posible confiar en las humanidades y (cito a Buttler) como una forma de resistencia a la violencia de hoy. Cuando dicha violencia nos resulta tan deshumanizadora que ni el silencio ni la palabra parecen capaces de salvarnos de la extensión y magnitud del daño causado a la dignidad de lo que vale la pena.
¿Cuál es el régimen intersubjetivo del lenguaje al cual apelar como reparación y consuelo en medio de la violencia desintegradora de las máquinas de captura y saqueo económica, psíquica, lexical que buscan acabar con todo vínculo de afectividad.
En un texto publicado hace poco en Página/12 y titulado “Palabras”, María Pía López se atreve a decir, “Me retiro” para no verse forzada a replicar el uso generalizado de un lenguaje odioso que solamente busca descargar su furia contra el enemigo al que pretende masacrar. El “me retiro” sería la decisión meditada de practicar una resta, de troquelar un silencio en un universo sociocomunicativo dominado por juegos de exterminio en los que la confrontación es a muerte. Un universo devastado no sólo por los conflictos bélicos, sino por las guerras de palabras que entre rencor y venganza buscan aniquilar física y verbalmente al contrincante. María Pía López no convierte imperativamente el “me retiro” en una postura obligada o definitiva. Solo la invitación a probar el ritmo más lento de una temporalidad suspendida, replegada pensativamente sobre sí misma, que contraste con la extroversión frenética del creer que el lenguaje puede saltarse todos los límites sabidos de agresividad o impudicia.
La temporalidad serena de la pausa como escala sería la que admite pliegues y dobleces en donde la lengua pueda refugiarse para no quedar tan expuesta al obsceno brutalismo políticoeconómico de las ultraderechas neoliberales y a su hipervelocidad de la aceleración sin freno hasta la gozosa consumación del desastre.
La pausa permite, tal como lo señala Luis Ignacio García, (cito), calibrar una distancia justa como posición enunciativa ante un poder que postula y exige el suicidio de la palabra.
Al sugerir una economía del intervalo nos lleva a pensar la crítica como lo que García nuevamente debe rodear, merodear buscando la distancia justa para no sucumbir ni por cercanía ni por lejanía.
Y sin duda que el cálculo de esa distancia justa requiere de un diagrama fluctuante de relacionalidad táctica entre líneas continuas y líneas suspensivas, cuyo trazado nos salven de la caída en el precipicio, sin fondo ni tope, sin marcos del todo o nada. Entonces, volviendo a Rella, a su libro “El silencio y las palabras, el pensamiento en tiempo de crisis”, la materialidad impresa del soporte papel de los libros ofrece una modalidad de lectura que nos lleva a repasar el texto hoja por hoja según un ritmo no lineal que permite el desorden de saltarse algunas páginas para luego volver hacia atrás y demorarse cuánto sea necesario antes de seguir adelante. Incluye la reversibilidad del trayecto y la demora en el ir y venir del sentido. El soporte papel de los libros posibilita también subrayar y comentar una frase o un párrafo, interrogar o refutar lo dicho mediante anotaciones manuscritas.
Los dispositivos mediales de la cultura digital hacen desaparecer la impronta física del lápiz guiado por la mano, impulsando la lectura a deslizarse por lo plano y transparente de las pantallas que alizan el volumen de los procesos de percepción e interpretación al perseguir ellos también una velocidad de consumo, la del texto que vuelve expedir las tramitaciones del intercambio.
Reencontrarme con el libro impreso de Rella y su ensayismo filosófico estético me permitió constatar el desgaste material de sus páginas, tratándose justamente de un texto que nos habla de caducidad como sinónimo de la fragilidad del tiempo. Fue la ocasión de rememorar las veces en que la lectura de ese libro me remitió a la crítica como figura de la crisis en contextos abismales.
También hizo posible acordarse de cómo el saber de la precariedad ayuda el pensamiento a urdir provisoriamente un vínculo entre el silencio y las palabras cuando titubea el entendimiento. La cultura digital tiende a suprimir mediante borraduras la sedimentación de los tiempos de lectura y el entrecruzamiento de sus capas históricas.
En un universo tecnomediático basado en cómputo de datos, la memoria del libro de Rella se pregunta, nos pregunta cómo recuperar un trato de resensibilización con el lenguaje que aprecie incluso la falla de sus desarmados. ¿Cómo retener los arabescos de lo figurado cuyas suaves ondulaciones hablan un idioma antagónico? al de los mandatos de la necropolítica del poder.
Para ello, volviendo a Rella, están la ética, la cuestión del valor y la estética, el deslizarse entre conceptos, figura y materia para aunque sea residualmente o intersticialmente no dejar que el mundo siga siendo hablado por el violentismo mortífero del odio, la guerra, el saqueo y el exterminio. Incluso hoy cuando la aceleración maquínica de los aparatos de crueldad que nos gobiernan parecerían dejarnos sin escapatoria, la crítica que podamos ensayar es aquella que recombina tentativamente una memoria imbricada de los restos, una memoria que entre desintegración y rescate formule una cita creativa que vuelva a temporalizar pasados incompletos, presentes desarmados y devenires en curso.
Hay una latencia del todavía que deriva de lo iniciado un tiempo anterior y que se mantiene en suspenso hasta que la oportunidad de un nuevo presente y futuro llame a actualizar lo aún pendiente. Esta latencia del todavía es el modo en que la memoria de la crítica pueda sugerir virtualidad de sentido, aunque no parezcan hoy demasiado inciertas o discretas en sus eventuales resonancias públicas. A esta memoria de la crítica forjada por el papel de los libros, solo le tocaría, según una metáfora de connotación femenina, retomar el hilo aplicando la destreza de urdir recuperaciones y traspasos bajo el modo sutil de la intermitencia de ritmos, fases y frases.
Se trataría de hilvanar una trama de operaciones con la escritura y el pensamiento que entre rasgaduras y zurcidos haga de la precariedad no una brutal condena a lo desechable como lo ordena el capitalismo salvaje, sino muy por el contrario, un sabio conjunto de enseñanzas, a veces fulgurantes y a veces tenue, según el cual no hay interrupciones sin reanundamientos”.
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